Coaching tóxico: cuando el empuje motivacional se convierte en una trampa
Vivimos en un mundo que idolatra la motivación como si fuera la clave de todo. Solo tienes que desearlo, dicen. Si realmente te esfuerzas, si empujas lo suficiente, si nunca te rindes, tarde o temprano lo conseguirás. Y el coaching —o mejor dicho, cierta forma de coaching— ha terminado por repetir esta narrativa de película de Hollywood, donde el héroe, con los huesos rotos y sangre en la boca, sigue luchando y al final gana. Pero en la vida real, si haces eso, acabas en el hospital. Y probablemente no ganes nada.
El problema no es el compromiso. El problema es la ideología del esfuerzo ciego, la glorificación del “no hay excusas”, ese empuje constante que no escucha. Lo que llamo coaching tóxico empieza ahí: cuando la presión por “hacer más” ahoga la capacidad de sentir. Cuando la urgencia por superarse borra la posibilidad de conocerse. Cuando el coach se convierte en un general, y el coachee en un soldado.
Y sin embargo, el coaching, en su esencia, debía ser otra cosa. Un espacio de escucha, de exploración, de guía sutil. Un lugar donde la persona acompañada pudiera reconectar consigo misma, no alejarse de sí.
Hay frases que suenan motivadoras pero que hacen daño: “No hay límites”, “Si quieres, puedes”, “Si no lo logras es porque no te esfuerzas lo suficiente”. Frases que ignoran por completo el contexto humano y emocional de la persona que tienes delante. Que reducen todo a fuerza de voluntad, disciplina, empuje. Y que generan, en silencio, culpa, frustración y agotamiento. Porque si no lo consigo, entonces es mi culpa. Porque si estoy cansado, desmotivado o perdido, es que soy débil.
Pero no es así. A veces el cansancio es una señal sana. La desmotivación es un síntoma útil. La incapacidad de seguir empujando puede ser el comienzo de un verdadero cambio.
Si necesitas “motivarte” todos los días para perseguir un objetivo, tal vez ese objetivo no te importa de verdad. O quizás te importa por razones equivocadas: miedo, comparación, necesidad de aprobación. Un verdadero objetivo —el que nace desde dentro— no necesita ser forzado. Necesita ser alimentado. Y un buen coach lo sabe.
Esto no significa justificar excusas ni aceptar la pereza. El compromiso es esencial. La resiliencia es valiosa. Pero deben apoyarse en una conexión auténtica, no en una ideología. El sentido común, la inteligencia emocional, la capacidad de adaptación son mucho más poderosos de lo que solemos pensar. Y muchas veces, a largo plazo, son ellos los que realmente marcan la diferencia.
Un buen coach no te empuja sin parar. Te ayuda a comprender cuándo empujar, y cuándo parar, reorientarte, hacer espacio. Te estimula, sí, pero sin forzarte. Te acompaña, pero sin arrastrarte. Te escucha, sin dejar que te ahogues en la autojustificación.
El verdadero coaching es un arte del equilibrio. No se trata de empujar o detenerse, de ganar o perder. Se trata de estar plenamente presente en tu propio proceso y de aprender a distinguir entre la voz que sabotea… y la que protege. Entre el cansancio que te frena… y el que te salva.
Al final, el objetivo no es hacer más. Es ser más. Y eso, muchas veces, requiere menos esfuerzo… y mucha más verdad.